Hoy he llevado a una preciosidad de ojos negros en el
asiento trasero. La veía por el retrovisor mirando al cielo, con el pelo
volándole alrededor de la cara a causa del viento, mientras conducíamos a 200
kilómetros por hora en una de esas carreteras que serpentean siguiendo la línea
del mar. La he llevado al que definitivamente es mi lugar favorito en el mundo:
el final de la carretera en una de las muchas colinas que circundan nuestro
pueblecito pesquero, desde donde se puede ver la puesta de sol sobre el valle
en su totalidad. Nos hemos sentado en la roca que tantos cigarros me ha visto
fumar, cerca pero sin tocarla, aunque sí lo suficiente como para notar la
vainilla de su cuello cosquilleándome la nariz. Entonces ella me ha mirado con
una expresión que no he acertado a decidir si era amor o melancolía, y ha
puesto la mejor canción que podría poner en tal momento, dejando a mi
imaginación a sus anchas, acariciándola en mi mente, igual que las notas de ‘Robbers’ mis oídos. La he mirado
durante la canción completa: tenía su negrura perdida en algún sitio entre las
montañas y el cielo color de rosa, y su perfil se dibujaba perfecto a través de
los rayos dorados, con los labios suaves contorneándole su boca sabor
prohibido.
Ahora cae la temida noche y su ausencia sabe tan amarga… Incluso
más que otras veces. Parece que va en aumento. A veces ausencia bienvenida,
tranquila y placentera; otras veces inaguantablemente exagerada. Y ahora que
siento mi pecho aprisionado en una celda a la que le está vetada la entrada de
un solo ápice de luz, invoco en mi memoria los dulces recuerdos de aquel
amanecer naranja bajo el que nos recorrimos la playa entera cogidos de la mano.
Veíamos los veleros resurgir entre la neblina matutina, y entrecerrábamos los
ojos cuando dirigíamos la vista hacia el sol emergente que se abría paso entre
las rocas, colocadas en una esquina de la orilla. Los barrenderos nos miraban
con ojos recelosos, los cuales se hallaban entre la envidia y por supuesto la
intolerancia a que unos chicos tan
jóvenes no estén en sus respectivas camas a las 7 y cuarto de la mañana. Ella
les sonreía y seguían trabajando, llanamente incapaces de poder dirigirle una
mirada tan envenenada a alguien cuyo rostro tanto se parecía al de un ángel, a
pesar de no ser blanca como las nubes de algodón que comenzaban a surcar el
cielo ni tener el pelo del color oro de su gargantilla.
Pero ha vuelto a marcharse, y una vez más no me ha llevado
consigo. A veces me pregunto a qué precio se consigue el amor.
Cierro los ojos y la
visualizo de mundo en mundo, desde las dunas del desierto del Kalahari hasta
los canales de Venecia. Me la imagino recogiéndose el pelo en un moño
despeinado y pintándose los labios de aquel color burdeos que me cubrió el
cuello entero una vez, enfundada en una de las mil camisas de cuadros que
llenan su armario. Y también me imagino a toda la gente cuya vera invade, cómo
sus corazones se detienen un segundo si ella decide regalarles una mirada.
Yo ya he sufrido tantos paros cardíacos a su costa que
empiezo a pensar que se me escapa la vida cada vez que me late el corazón.
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