miércoles, 17 de diciembre de 2014

16/12/14.

Anoche quise verte a pesar de todo. Me convertí en viento sur y volé por toda la cuidad hasta tu ventana. Por suerte estaba abierta, y me colé en tu cuarto como una corriente que movió los papeles de encima de tu escritorio desordenado. Me pausé encima de tus libros y te miré. Estabas desnuda, mirabas la luna apagada a través de los fríos cristales. De repente te giraste hacia mí, como si advirtieras mi presencia, y pude ver tus ojos negros. Estaban llenos de amargas lágrimas. Corrí a rodearte con mi calidez y mi calma, pero entonces, al sentirme, escuché a tu corazón quebrarse en trece mil pedazos. Te doblaste, encorvando tu delicada espina dorsal mientras el pelo te caía a chorros, y escupiste el agua por los ojos con tanta rabia que te golpeó la cara, enrojeciéndote las mejillas. No supe qué hacer, y me quedé allí, inmóvil, viéndote llorar, abrazándote en forma de aire pegado a tu cintura, mirando cómo se te hinchaban de golpe los pulmones con cada sollozo. Minutos, tal vez horas. Quién sabe. Tiempo después cerraste la ventana, dejándome atrapado allí, pero no me importó: allí era donde yo quería estar, junto a ti, consolándote, rozando tu inmaculada piel con mis dedos invisibles, acariciando tus oídos y susurrándote las palabras prohibidas. En aquel momento, la eternidad se me antojó corta a tu lado.

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