El fuerte viento solía golpear la ventana como a gritos, sollozos desgarradores en mitad de la noche, pero mudos, porque aquellas noches de verano el silencio lo cubría todo como un manto de soledad. Parecía que el mundo entero callaba, que hasta las farolas se habían apagado para contemplar con exquisito detenimiento mi alma desastrada, raída como un árbol viejo. De vez en cuando un aullido sordo brotaba de mis entrañas recordándome, fiel, que el destino no existe y que el futuro es directamente proporcional a cómo de jodida sea tu vida y cómo de hijo de puta seas tú. Y yo, como un animal a punto de comerse a sus propias crías, soltaba un suspiro mientras una ligera sonrisa torcida afloraba a mis labios.
Las peores putadas se las hace uno mismo.
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